Personalmente me atraen más las ciudades, al igual que los paisajes, que son abigarrados, sorpresivos, o disruptivos, por utilizar una palabra de moda (que a su vez ya empieza a ser viejuna).
Por decir una herejía, París me aburre bastante, esa uniformidad de colores, formas, estilo y alturas, me producen cansancio en la retina. Obviamente la torre Eiffel, el arco del Triunfo y las decenas de monumentos singulares que plagan la ciudad son icónicos, bellos, esbeltos y admirables. Pero el conjunto es algo aburrido. Mirad, el centro Pompidou es rompedor, construido en los 70 (qué lejano), pues siempre me ha parecido una obra maestra en pleno centro histórico de la ciudad “más bella del mundo”, según los parisinos. Es un hito inspirador, como cuando irrumpe un solo de guitarra eléctrica en un cuarteto de Schubert.
Si algo gusta de Madrid, es precisamente que puedes encontrar un edificio “feo” l lado de una maravilla del XIX o del XX. Y con “feo” me refiero a la subjetividad e ignorancia que muchos tenemos, porque si nos explicaran el concepto, la historia, y el propósito, de los edificios “feos”, probablemente cambiaríamos de parecer.
Obviamente, el patrimonio antiguo hay que preservarlo, repararlo y ponerlo en valor. Esa arquitectura ya no volverá, es irreversible. Sería un atentado contra las Artes reproducir obras exactas del pasado. Es lo que reprochaba Da Vinci al gran Miguel Ángel cuando coincidieron en Florencia. El primero no quiso competir con el segundo por que pensaba que reproducía esculturas que los griegos ya habían bordado mil años antes… mucho mejor ir hacia adelante que la nostalgia del pasado. Pero el pasado no se agrede, se respeta, se cuida como oro en paño, y se adereza.
Madrid, no tengas reparo en mezclar lo dulce con lo salado. Las tartas dulzonas son empalagosas. Añadir sal es lo que se debería hacer, en mi humildísima opinión.