Paseé estos dìas atrás varias veces por Gran Vía.
Y me suscitó sentimientos contradictorios.
Por un lado, la calle está preciosa, a pesar de la chapucera ampliación de aceras: la mayor parte de los edificios están relucientes y llenos de actividad, los bajos senados, sin aquellos horribles añadidos de crista y aluminio de los Nebrakas, Californias y similares de los años sesenta. Y, en buena medida, se han saneado los zócalos, sin aquellas tiendas de cambio, de compro oro o salas de fiesta decadentes. Incluso el paisanaje ha mejorado, sin aquellas cabras que actuaban sobre un taburete en sus peores momentos.
Pero, ay, la inmensa mayoría de los edificios rehabilitados son hoteles. meros cascarones sin vida propia -vecinos, oficinas, gente de Madrid que entra y sale- y en los bajos, cuando no son usos vinculados a los hoteles, son franquicias de restauración o moda.
Nada queda del lujo -o, más bien, modernidad- de aquella Gran Vía original, con sus joyerías, concesionarios de coches, bares automáticos, salas de fiesta de diseño, tiendas de gramófonos o radio y productoras cinematográficas.
Desde ese punto de vista, prefiero un gran almacén, como trasunto de aquellos SEPU y Galerías Preciados originales, donde compran madrileños, a otro hotel impersonal. Y casi que prefiero la fachada ciega, pero distinta, de ECI, a la repetitiva secuencia del segundo tramo de Gran Vía, que siempre ha tenido un algo de cartón piedra, que no vertical n horizontal,con esas enormes medianeras, y de la que no se libraba tampoco el Florida, por muy obra (menor) de Palacios que fuera.